La muerte de Iván me conmocionó profundamente. Durante buena parte de mi infancia y toda mi adolescencia había sido el hermano mayor que nunca tuve (y menos mal, porque mis padres han sido de todo menos ejemplares, pero esa es otra historia que algún día relataré).
Cuando cumplí los dieciocho y me fui a vivir a Santiago de Compostela para estudiar, mantuvimos un contacto regular por email, Skype, cartas tradicionales y visitas en períodos vacacionales. La verdad es que su ausencia era solo física, ya que en espíritu seguíamos tan unidos como cuando íbamos al mismo instituto. Iván siguió siendo mi consejero, mi apoyo, mi Pepito Grillo, mi profesor particular a veces…
Me he preguntado en numerosas ocasiones si en realidad no éramos una pareja de ésas que comienzan siendo muy buenos amigos y acaban dándose cuenta de que están profundamente enamorados cuando han recibido muchos palos y ven que siempre han estado unidos.
Tanto él como yo tuvimos algunas relaciones más o menos estables, cada uno con diferente suerte. Mientras que yo he ido dando bandazos, y solo ahora me he afianzado en una tranquila relación con Josué, Iván tuvo dos novias antes de casarse con Judit y formar una familia con ella.
Sigo profundamente dolida por no haber podido estar a su lado durante esa fulminante enfermedad, Vivir a tantísima distancia (Iván y Judit se mudaron a Nueva York a los dos meses de casarse, y yo me fui a Asturias) ha sido lo peor de todo, ya que las visitas se espaciaron y las comunicaciones tres cuartos de la misma historia. Cuánto nos hemos echado de menos!
Pero al vida sigue. Hoy es el bautizo de mi primer hijo, al que llamaré Iván en honor del mejor amigo que he tenido jamás. Y, como buena asturiana de adopción, brindaré por mi nene con sidra.