Grandes amores

Grandes amores? Y qué se supone que son los grandes amores?

Si me lo preguntáis a mí, no os hablaré de aquellas personas a las que conocimos de adolescentes y que nos hicieron llorar ríos enteros porque nos destrozaron la autoestima y el corazón. A fin de cuentas, cuando tienes quince años tus hormonas están revolucionadas y crees que un rechazo va a hacer de ti un ser eternamente infeliz.

Los grandes amores, para mí, son aquellos que, una vez los descubres, eres incapaz de abandonarlos, te acompañan a través de los años, las mudanzas, las personas… Os estoy hablando de los libros. De acuerdo, no son seres vivos, pero, pensémoslo con frialdad. Un libro nunca te abandona, no te juzga, le importa un pimiento que seas alto, gordo, con acné o una tremenda deformidad. Siempre está ahí para ti, en sus hojas puedes hallar la respuesta a cualquier pregunta que te hagas, te permite evadirte de cualquier situación en la que estés… Por eso no podemos hablar en singular. No puedes limitarte a escoger uno; es imposible serle fiel a un solo libro, y ninguno de ellos te diría nada porque no le ames solo a él. Qué mejor amor que el suyo?

Los animales? Aceptamos barco, como decía el anuncio. Un perro, sobre todo, puede ser tu gran amor. También es fiel, tampoco te juzga y te ama tengas la apariencia que tengas. Además, tener a uno puede ser una relación de mutuo cariño, compañía y comprensión, con una fidelidad a prueba de bombas. Lástima que vivan tan poco, porque cuando fallece tu animal de compañía puedes sentir un dolor casi tan profundo como cuando pierdes a un ser humano querido. Pero sí, los incluimos en la categoría de los grandes amores.

Y las personas? Por qué no he hablado de las personas? Quiere decir eso que otro ser humano no puede darte esa clase de gran amor fiel, incondicional, a prueba de cualquier hecho de tu vida?… No tengo una respuesta muy clara para eso. He vivido algún gran amor, como la gran mayoría de personas de este planeta. Pero he llegado a la conclusión de que, si no están conmigo en este momento, es que tan grandes no debían ser si no estaban destinados a permanecer en mi vida para siempre. Eso no significa que no fueran grandes cuando sucedieron.

Leyendo todo esto, cualquiera diría que soy misógina… No, por favor! Nada más lejos de la realidad! Tampoco estoy desencantada de la experiencia de amar, por muy negativas que suenen mis palabras. Digamos que estoy en un momento de mi existencia en el cual necesito plantearme cuestiones existenciales, y el amor es, dicen, el motor de nuestra vida. Estoy de acuerdo con esta frase, la verdad. Solo que quizá soy bastante rarita y no creo que debamos amar por narices a otro humano para que este motor funcione adecuadamente.

A fin de cuentas, quién determina lo que es un gran amor?

¿Qué me está pasando?

Si no fuera porque esta historia os la voy a contar de viva voz, juraría que estoy muerta.

De un tiempo a esta parte siento que no existo. Tengo una familia más o menos normal, novia, amistades, trabajo, un piso propiedad del banco… Vamos lo que se supone que ha de tener una persona alrededor de la cuarentena.

Un martes del pasado mes de septiembre fui a trabajar, como cada día. Saludé a las recepcionistas, piqué mi tarjeta de acceso, pero nadie me dirigió la palabra. Ni siquiera mis compañeros me hablaron, y eso ya sí me extrañó, pues con ellos solía tener buen rollo.

Al salir de la oficina, con un disgusto impresionante en el cuerpo, decidí pasear un rato largo antes de volver a casa, quizá comprarme alguna prenda bonita para estrenarla el siguiente fin de semana… Y nada, que la invisibilidad se había adueñado de mi persona. Ni me atendieron, ni me saludó una amiga a la que llevaba tiempo sin ver… Todo muy favorable para ponerme de una tremenda mala hostia.

Cuando llegué a casa, como si por fin se hubiera terminado la cámara oculta, mi chica sí que me habló, me tocó, me besó… Y menos mal, porque vaya jornada increíble.

Aquella situación se prolongó en el tiempo, pero me di cuenta de que el vacío no me lo hacía todo el mundo. Mi mejor amiga, por ejemplo, no tan solo estuvo siempre disponible para mí, sino que la noté más preocupada de lo habitual por mi bienestar. Nos llamábamos casi a diario, profundizamos todavía en nuestra amistad…

Mi padre, al que habíamos dado por muerto, reapareció en mi vida no sé cómo. ¡Valiente sorpresa me llevé cuando se plantó en mi oficina un viernes! Había cambiado, por supuesto; veinte años no pasan en balde. Naturalmente, dos lustros no se pueden resumir en una tarde, así que comenzamos a quedar una o dos veces por semana.

Hace un mes y medio, en cambio, recibí la llamada más inesperada del mundo. La ex de mi chica. Era la última persona del planeta con la que habría deseado establecer contacto, pues habían tenido una relación tóxica a más no poder, con infidelidades por parte de María (la ex), maltrato psicológico, dependencia emocional… Mi pobre niña seguía en tratamiento siete años después a causa de la desquiciada personalidad de María.

Como comprenderéis, la esquivé por activa y por pasiva, hasta que, harta de su insistencia en que necesitaba hablar conmigo de modo urgente, decidí escucharla para, acto seguido, apartarla de mi vida sin contemplaciones. Quedamos el sábado pasado por la mañana, y tras hablar durante horas (más bien monologar ella, con toda mi atención puesta en su historia), se dispuso a demostrarme que toda su historia era cierta. Me acompañó a mi piso, y, ¡sorpresa!, no pude entrar. Mi novia había cambiado la cerradura sin mi consentimiento. Llamé al timbre, y quien abrió fue ni más ni menos que el que, hasta ese mismo instante, había considerado uno de mis mejores amigos.

-No hay nadie, chiqui, se habrán equivocado -dijo.

-Entremos, no habrá problema -susurró María a mi oído-. Como has podido comprobar, no nos ha visto.

Obedecí, tratando de no entrar en shock. Acto seguido busqué todos los papeles de la hipoteca, tal y como María me había pedido que hiciera, y comprobé que no me había mentido. La muy…. Hija de mala calavera de mi pareja había cambiado la titularidad de mi piso, pasando a estar a nombre de ella. El coche, ídem: a su nombre. Y, por si me quedaba alguna duda de la traición de la que acababa de darme cuenta, fui al dormitorio y me la encontré retozando salvajemente con mi supuesto mejor amigo.

-Entiendo que te duela hasta el infinito -suspiró María-, pero ha vuelto a hacerlo: te ha traicionado de todas las maneras posibles, y encima ha conseguido que todo tu mundo te dé por muerta. No lo estás, tranquila. Lo malo es que aún no sé cómo podemos recuperar nuestra vida.

-Y mi padre? Él llevaba desaparecido media vida…

-Por lo que sé, dar por muerto a una persona que en realidad está viva causa el mismo efecto.

El sIgnificado del refrán

Te despiertas aturdida, sin saber dónde estás. Miras a tu alrededor y nada de lo que ves te resulta conocido. Estás tumbada en lo que parece una camilla de hospital, el entorno se corresponde a la sala de urgencias de uno cualquiera.

“Demasiados chupitos”, es probable que pienses, intentando recordar cómo has podido llegar hasta ahí.

Me dirigí a ti en el Caverna, tu local favorito. Estabas de juerga con tu hermano, su novia y la pandilla de ella, y te lo pasabas en grande. Llevaba mucho tiempo observándote de lejos, y tras haberte investigado llegué a la conclusión de que eras la elegida. Cuando ya era bien entrada la madrugada me atreví a dirigirte la palabra con timidez, aparentando ser un tímido aspirante a pretendiente. Hablamos, nos caímos bien, te invité a una cerveza, me presentaste a un par de amigas de tu pandilla… Lo normal en un proceso de cortejo al uso. Tras tomarte el último chupito, “el cierrabares” como le llamaste, salimos a la fresca calle para ir a la parada de metro más cercana. Pero te encontraste mal de forma repentina: te mareabas, perdías fuerzas, y antes de que te cayeras redonda al suelo te sujeté atento entre mis brazos. Te levanté de forma muy caballeresca, y contigo a peso (qué ligera eres, amor, cuán poco me costó andar contigo en brazos) te llevé hasta mi coche, que estaba aparcado en las inmediaciones. Te dejé en el asiento de atrás estirada del todo y conduje hasta mi refugio.

Te incorporas con cuidado, pues habrás notado la aguja que te he clavado en el brazo izquierdo. No puedes ver a los demás, he conseguido crear un ambiente bastante íntimo a base de cortinas blancas opacas. Veo que pronuncias algunas palabras, “¿Dónde estoy?”, “¿Alguien me puede ayudar?”, o parecido.

Me levanto de la silla, me aseguro de tener desconectado el micrófono para que no puedas oir nada, y me dirijo hacia la sala, pero primero echo un vistazo a los demás. A dos ya los puedo soltar; les suministro un sedante suave que les hará efecto durante el tiempo suficiente como para encargarme primero de ti y luego de ellos, y me detengo ante tu camilla.

­-No te muevas, Lidia. Estás un poco débil todavía por el susto de anoche.

-Pero si no bebí tanto. Y había cenado mucho, siempre lo hago cuando salgo con ésos, que me conozco. Te recuerdo… Pero no me dijiste que estabas en paro?… No entiendo nada.

-No le des vueltas ahora a todo eso. Te voy a cuidar bien… Eres muy valiosa para mí, ¿sabes? Mucho. En otras circunstancias habríamos podido…. Quién sabe…

-Explícate, por favor. Pero antes dime si estoy en un hospital normal, o si has avisado a mi hermano al menos de que me llevaste a uno… Se preocupará por mí y la que va a liar para encontrarme será increíble.

-Sigues pensando demasiado, Lidia. Descansa, o será peor para ti.

Cierro las cortinas, no sin antes asegurarme de que tienes bien puesto el sistema de extracción de sangre. Todo en orden. Fuera de tu vista hay colgadas las bolsas que se van llenando despacio con la sangre que te voy extrayendo a un ritmo pausado pero constante. Me apena tener que sacrificarte, te lo digo en serio, pero no he podido encontrar a nadie con un grupo sanguínea AB negativo que reúna todas las características que necesito. Hasta que di contigo. Me costó mucho decidirme, no te creas, me estabas gustando de verdad, pero es que el encargo es tan importante y tan bien pagado que, al final, antepuse mi imperiosa necesidad de dinero a los sentimientos que pudiesen surgir entre nosotros.

Por desgracia para los dos, necesito tal cantidad de AB negativo que tendrás que morir. Y encima, para que sea lo más perfecta posible, has de estar viva mientras te la voy quitando. Eso va a hacer que, poco a poco, la vida se vaya escapando de tu cuerpo. Peor no sufras, no será demasiado doloroso. Te notarás cada vez más débil, sentirás frío, y llegará un momento en el que tu corazón no podrá seguir bombeando.

El proyecto que me ha obligado a extraer sangre de todos los grupos existentes en el planeta consiste en escribir un libro con esa sangre. Por suerte para mí no tengo que pensarlo yo, de eso se encarga mi cliente. Él me irá dictando su biblia, así es como la llamó. Pero, como se trata de alguien muy conocido y bien valorado, no se puede manchar las manos. Y encontró al individuo ideal, o sea yo, un mindundi con deudas tan grandes que no podrá pagarlas en su vida. El negocio es sencillo: yo le consigo toda la sangre necesaria para usarla de tinta, la uso para escribir su gran obra, y a cambio recibo todo el dinero que debo más un plus para volver a comenzar.

No me explicó por qué tenía que ser escrito así, con sangre. Cuando se lo preguntaba, me respondía siempre lo mismo: “La letra con sangre entra”.

Ciudad

La ciudad llevaba años congelada al completo: edificios, vehículos, personas, animales. No se sabía la causa de aquel insólito fenómeno, a pesar de que, cuando sucedió, se había producido una gran helada por todo el país. Pero nada fuera de lo normal, no era la primera vez que las temperaturas descendían varios grados bajo cero. Sin embargo, de la noche a la mañana, todo rastro de animación desapareció de la villa para dejar paso a un paraje helado, desolado, pero aterrador a la vez. Y ni el buen tiempo, ni los calurosos veranos que habían seguido a ese invierno pudieron hacer nada contra la persistente congelación de la zona.

Del mismo modo que sucedió, se deshizo el extraordinario fenómeno. Una noche, sin previo aviso, se derritieron los bloques de hielo que aprisionaban la vida de la ciudad. Primero recobraron la vida los edificios, que se vieron liberados de sus cárceles de nieve y hielo. Después, el reino vegetal se deshizo de su cortante manto para desperezarse, como si hubiera permanecido largo tiempo adormilado, y recuperó las funciones que le eran propias. Y, por fin, los demás seres: perros, gatos, el resto de los animales que habitaban una ciudad común y corriente, y humanos.

La vida había vuelto de la misma manera que se había detenido. Y, lo más asombroso de todo, fue que el tiempo no parecía haber transcurrido. Nadie tuvo la sensación de haber permanecido tres años bajo el influjo del hielo. De hecho, nadie murió por congelación, lo cual resultaba todavía más inusual.

Pero claro, no era exactamente así. Todos aquellos que, por los motivos que fuesen, debieron viajar, se dieron cuenta de que el mundo que conocían fuera de su ciudad había cambiado. Sus seres queridos habían envejecido, negocios que les resultaban familiares habían desaparecido o se habían trasladado, algunas calles tenían otros nombres… Lo normal en un mundo que cambia de forma constante.

Algunos investigaron el fenómeno que habían sufrido en sus propias carnes, recurrieron a periódicos, noticias, relatos. Pero nadie supo dar una explicación racional al fenómeno. Como mucho, les dijeron que, durante tres años, habían dejado de existir. El nombre de la ciudad con sus habitantes había sido borrado de los registros, se les declaró a todos oficialmente desaparecidos.

Si se hubiera tratado de una persona sola habría tenido toda la lógica del mundo, pero los habitantes se preguntaban siempre: ¿cómo se puede dar por desaparecida una ciudad de la noche a la mañana? También abundaba la opinión de que se debería investigar un fenómeno tan rayano en lo paranormal como la congelación al completo de una ciudad de medianas dimensiones como la suya. Parecía como si hubiera sido afectada por un microclima que la había sepultado bajo el hielo, y con él, el olvido.

Pero, viendo que no podrían resolver de forma satisfactoria aquel cúmulo de enigmas, decidieron seguir adelante con sus vidas, intentando recuperarse de los desastrosos efectos del deshielo, y dejar que el tiempo les fuese atenuando el estupor causado por aquella vivencia.

Historia de un amor (Reto Bradbury Semana 9)

Nunca fuiste el más enérgico de los hombres. Trabajabas, vivías solo y mantenías tu piso en unas condiciones aceptables, pero poco más. A la hora de hacer planes de pareja, pocas veces consistían en hacer excursiones por la montaña, o rutas de un pueblo a otro por paseos marítimos. Y cuando los llevábamos a cabo, terminabas el día desfondado, como si hubieras corrido una maratón a pata coja; tenían que ser siempre en sábado, porque el domingo no eras persona; te limitabas a ir de la cama al sofá, y a la inversa. Me tocaba a mí preparar la comida si no recurríamos a pedir a domicilio.

Al principio no me importó demasiado, tenías otras cualidades que difuminaban por completo tu pereza y con ellas me sobraba y me bastaba para construir una vida a tu lado. Pensé, ilusa de mí, que en cuanto te acostumbraras a mi personalidad de torbellino se te contagiarían las ganas de activarte, pero no. Ni mucho menos. Es más, lograste que, con el transcurso de los meses, todas aquellas ideas que implicaran montañas, caminos estrechos, pendientes y demás se me hicieran cuesta arriba, válgame la redundancia! Me había enamorado de ti hasta tal punto que un fin de semana de sofá, manta, peli, juegos y mimitos se me antojase el colmo de la felicidad.

Si la cosa se hubiera quedado ahí hasta te lo habría perdonado. Pero no, empeoró. Si los dos primeros años teníamos una vida sexual plena, también ésta decayó. Comenzaste por no querer probar cosas nuevas, bien. Eso no era importante. Tu siguiente paso fue descartar, primero de forma sutil, aquellas posturas que te suponían un buen desgaste de energía; que si te dolía la rodilla, que si la espalda… Lo que fuese por tal de quedarte tumbadito y dejarme a mí todo el trabajo. Lo hablamos, por activa y por pasiva, y lograste convencerme de que era algo temporal. Pero cuando ya estaba adaptada a aquello, tus ganas también se fueron esfumando, y pasamos de tres o cuatro por semana a uno o dos, luego uno cada diez días, cada quince…. En este punto tuvimos la primera gran bronca. No porque yo tuviese muchas más ganas que tú; ése fue el detonante. Se habían acumulado muchas cosas: tu pereza cada vez más evidente, tu desinterés por mis aficiones, tu falta de implicación en las tareas del hogar…

Vuelvo a decir que a ilusa, inocente e imbécil no me gana nadie, porque de nuevo te lo perdoné. Un error fatal. Tenía que haberme largado de tu casa como si se estuviera incendiando, pero no. Te di una oportunidad.

Me quedé en paro cuando llevábamos casi cinco años juntos. Me puse nerviosa, tú también estabas sin trabajo y tu prestación era irrisoria, con lo cual yo solita me estaba encargando de todos los gastos de TU piso (te lo pongo en mayúsculas para que seas consciente), mi coche, etc. ¿Reaccionaste? No, te limitaste a decirme que me relajara, que si nos teníamos que apretar el cinturón para seguir adelante lo haríamos.

Lo intenté, créeme que quemé todos los cartuchos que tenía en reserva por tal de hacer funcionar nuestra relación, incluso me los inventé, pero llegó un punto en el que la situación se hizo alarmante. Porque, por si fuera poco, me torcí el tobillo en el gimnasio (nunca renuncié a él, te mentí cuando te dije que me daría de baja) y no me quedó más remedio que quedarme en casa una semana. Lesionada y todo, traté de mantener el ritmo: barrer y fregar cada dos días, sacar el polvo, lavadoras, platos…. Mientras tú vegetabas en el sofá o en la cama. Una planta tenía más vida que tú…

Todo explotó cuando, recuperada ya de mi torcedura, quedé con mi mejor amiga. Ella en seguida se dio cuenta de que mi vida estaba tomando un rumbo preocupante, y tras hablar largo y tendido, acabé quedándome a dormir en su casa y derrumbándome como un castillo de naipes. No sé cuántas veces lloré, paré, me recuperé para volver a comenzar con los sollozos y la autocompasión… Pero sirvió de algo, vaya que si lo hizo!

Corté contigo de inmediato. Ni tan siquiera discutimos, te solté un monólogo sereno, sin inflexiones en mi voz, en el cual te expliqué de manera clara todos y cada uno de los motivos por los cuales te abandonaba. Recogí mis escasas pertenencias ante tu insultante inmovilidad, y me fui de tu vida para no regresar jamás.

Incendio

Esta noche es ideal para mis planes. Hace frío pero tampoco es insoportable, el cielo está estrellado y claro. Los animales que viven en el bosque parecen haber hecho un mutis por el foro general.

Me he sentado en un claro pequeño, a suficiente altura. Llevo unos cuantos días reuniendo maleza, ramas caídas, hojas secas y otros desechos naturales que puedan arder con facilidad. Me desnudo despacio; la ropa está doblada a mi lado.

Prendo fuego a una tea que he armado con mi camiseta; la acerco a la pira y en pocos segundos se ha encendido un fuego decidido a prenderlo todo con celeridad.

Acerco las manos al incendio, que por ahora está controlado, y siento cómo el fuego me las va calentando. Hasta que se produce el milagro: parte de las llamas han pasado ahora al cuenco que formo con mis manos unidas, formando una bola ardiente que, sin embargo, controlo sin dificultad. Miro el resplandor con fijeza y, sin pensármelo, voy acercando la pelota de fuego a mis labios. El ardor los besa, pero no quema; pienso en otra cualidad, la de agua, y el fuego se torna líquido, obediente a mi mente.

Deslizo esa especie de pelota ardorosa por mi cuello, hombros, brazos, hasta que cogen una buena temperatura. Con mis extremidades ya candentes, la paso por mi pecho, izquierda, derecha…. Mis senos reaccionan a las caricias de calor; se ponen firmes y duros. Bajo hacia el abdomen, el vientre, las piernas que mantengo cruzadas en la postura del loto… Tardan sus buenos minutos en destensarse y recibir con agrado el contacto del fuego, se me habían entumecido y helado por la temperatura invernal.

A estas alturas estoy excitada, siento que el deseo se apodera de mis pensamientos y me impulsa a correr, a acrecentar la intensidad de las caricias de la llama. Pero no es así como lo tenía planeado, así que me regodeo en aumentar un poco la temperatura de mis pies, que siempre están helados. Subo de nuevo por los tobillos, pierna, rodillas…

Resulta complicado mantener el fuego ardiendo a la temperatura adecuada sin que deje de ser líquido, necesito mucha concentración para ello. Pero lo consigo. Mi cuerpo ya está mojado y ardiente en su totalidad, o casi.

Subo por los muslos y, ahora sí, cambio de postura. Me tumbo despacio, no quiero enfriarme. De mientras, he mantenido la bola de fuego a la altura de mi pubis y la he hecho circular de un lado a otro. Listo. Separo las piernas y acerco el calor a mi pubis. Le ordeno hacerse más pequeña, tiene que dedicarse a una zona no muy grande pero muy sensible. Por fin… la hoguera de mis manos sabe lo que necesito, se amolda a mis dedos, los quema con cuidado pero a la vez los transforma en agua. Entran en mí, salen, acarician cada milímetro de esa zona tan escondida, la palpan, le dan suaves golpecitos, aumentan y disminuyen su velocidad hasta conseguir de mí un orgasmo total, que se adueña de mi piel, de mi cabello, de mis huesos, de mis pensamientos, y me hace gemir con fuerza, gritar al fin, con la explosión final.

Me he fundido con el fuego, ha perdido el control. Soy pasto de las llamas con un placer desconocido. No he sentido en ningún momento el terrible sufrimiento del que hablan cuando un cuerpo se calcina, todo mi ser clamaba por un orgasmo de fuego y al fin lo he conseguido.

La tetería del Rey Jaime

La tetería del Rey Jaime es un establecimiento humilde, pequeño y que parece más un local a punto de cerrar que un próspero negocio. Pero nada más alejado de la realidad. Su dueño, el tal Jaime, era un verdadero entendido en esa planta, y de forma regular hacía fuertes inversiones para aprovisionar a sus selectos clientes.

No es que no quisiera tener el lugar lleno hasta la bandera de forma constante. Lo que ocurría era que sus pocos clientes solían ser asiduos, selectos y de clase alta. Aparte de acudir a su pequeño rincón para degustar alguna de las siempre exclusivas variedades, solían adquirir género para sus hogares o para hacer regalos.

Lo que poca gente sabe de esta tetería es que, si se mantiene en pie, no es tan solo por su clientela de alto poder adquisitivo, sino por un grupito de siete personas que se reúnen allí cada tres meses y que le han ayudado cuando el negocio ha entrado en crisis.

Esos individuos son cabecillas de varias organizaciones criminales que necesitan de un sitio discreto y cuanto más anodino mejor. Encontraron la tetería del Rey Jaime años atrás, en uno de esos períodos de escasez, y como vieron que el lugar estaba apartado de la vista de los transeúntes decidieron convertirlo en su salón de reuniones particular. A cambio, ayudaron al dueño a reflotar el negocio.

Siempre pedían tés caros, exóticos y que no se encontraban con facilidad. Aunque estas personas provenían de varias partes del mundo, compartían una tremenda afición por esa bebida. Con el tiempo, cada uno de ellos fue decantándose por un tipo de té concreto.

El matcha era el preferido de los dos miembros de la Yakuza. Exigían siempre que se lo preparara la hija del dueño, pues ella había sido instruida en la ceremonia del té y sabía apreciar cada nimio detalle.

El té moruno, aunque no era puramente té, era el favorito del sector musulmán de la agrupación, formado también por dos personas.

El té amarillo se servía solo a una persona, originaria de Colombia, que además era el único que también pedía café; pero no uno cualquiera, sino un Blue Mountain, que tampoco es que fuera precisamente barato

El estadounidense siempre optaba por el té oolong, le llamaba la atención que se le llamara azul; no teñía el agua del color de los cielos, pero su sabor característico le emocionaba hasta el punto de adquirirlo en grandes cantidades en su tetería favorita.

Y finalmente el señor africano. Éste no había encontrado aún su té fetiche, solo pedía que procediera o de Kenia o de Sri Lanka, y se encargaba personalmente de asegurar que las plantaciones de las que provenía su te fueran explotadas por personal dignamente pagado y tratado, que se beneficiara de no pocos de los privilegios del país donde residía, España. Este hombre pagaba de su bolsillo a médicos, enfermeras, profesores y educadores varios por tal de que aquellos que le proporcionaban tal placer pudieran tener una vida como era debido.

Ante sus tazas de té, esos criminales de guante blanco tramaban siempre nuevas maneras de ampliar sus negocios, y dejaban a un lado sus procedencias, enemistades políticas, religiosas y culturales para poner en común sus dotes empresariales.

Estaban muy seguros de no ser descubiertos en la tetería del rey Jaime, y para mantener activo ese lugar estaban dispuestos a unirse más todavía para que, cuando el dueño decidiera jubilarse, el local pasara a manos de alguno de sus cuatro hijos, o incluso de la única hija, que con su belleza, discreción y arte les proporcionaba un muy merecido sosiego a sus ajetreadas existencias.

Una cólera de por vida

Ya desde niño tuvo mal carácter. Fue un bebé deseado largamente por sus padres, y cuan do al final llegó, le colmaron de amor y atenciones. Sus parientes y amigos les decían que, con tanto mimo y capricho, les iba a salir un hijo consentido y con muy poca tolerancia a la frustración y a la negativa.

Arturo, que así se llama nuestro protagonista, tuvo algo de eso. Era complicado decirle que no; se encolerizaba y montaba unas pataletas impresionantes, con llantos, gritos, tirándose por el suelo… Su madre sobre todo era la que más sufría con los arranques de rabia de la criatura; corría a calmarle y a darle aquello que deseaba. Hasta que un buen día, Diego, el padre, viendo que el acceso de cólera del niño no remitiría así como así, le cogió por banda y habló muy en serio con su hijo. Fue duro, doloroso, pero al final, tras mucho hablar, consiguió que en la inmadura mente del niño floreciera la idea del esfuerzo para obtener una recompensa.

A pesar de que los padres tuvieron la mejor de las intenciones educándolo con amor, cariño y comodidades, Arturo creció siendo una persona de enfado fácil, talante normalmente muy serio y con tendencia a alzar la voz ante la mínima contrariedad. Ya no se trataba de que le costara aceptar una negativa por respuesta, que también, sino que a la mínima se cabreaba. Su manera de demostrar incluso emociones positivas tales como la alegría, el bienestar, la felicidad, era muy explosiva. Muy poco convencional. Aquello le trajo más de un problema, pues sus allegados nunca sabían cómo reaccionar.

Lo malo de su tendencia a encolerizarse era que le ocasionó una infinita soledad, con el transcurso de los años. Le era cada vez más difícil relacionarse con nuevas personas, le tenían miedo. Y ya no hablemos de si le interesaba alguna mujer. El amor y él estaban reñidos de forma irreparable.

Contra todo pronóstico, consiguió un buen trabajo, de responsabilidad elevada y bien pagado, y no tan solo se le respetó, sino que se le llegó a querer. Cómo lo consiguió es algo que su familia no llegó a comprender nunca, pues le daban por perdido; tanta ira no le traería nada bueno, y habría sido así de no haberse cruzado en su camino la única mujer capaz de lidiar con ese temperamento tan desbocado.

La suerte, empero, no parecía estar de lado de Arturo. Durante un viaje que hizo con su mujer a África, ambos enfermaron. Ella se recuperó a los pocos días, pero Arturo no remontaba. Estaban en una zona en guerra, pues Isabel, su mujer, trabajaba para una ONG y la habían destinado allí como enfermera. Él solo ejercía como voluntario en multitud de tareas. Estaba tan comprometido con el trabajo que no prestó atención a su salud durante un tiempo demasiado prolongado, y cuando por fin pudo recibir una adecuada atención ya era tarde.

­—Cólera —le dijo el médico que le atendió. —Eso es lo que tienes. Por desgracia, no te lo hemos podido coger a tiempo…. Lo siento

Y, por primera y última vez en su vida, Arturo tuvo un ataque de risa que le dejó todavía más descompuesto de lo que ya estaba. “Cólera”, pensaba. “Que me diagnostiquen una enfermedad que se llama como lo peor de mi carácter es de risa”…

Primavera

Primavera, que la sangre altera;

Estación de nuevos verdes, de renaceres de la vida,

De abandonar el frío invierno a su merecido olvido

Y cederle el paso lentamente al verano

De cálida luz y eterno día.

Primavera, estación de agua y fresco y viento y tempestad,

Tiempo de regar la tierra, abonar el alma,

Nutrir el mundo de savia y energía.

Colorida y deseada primavera,

Te llamamos con anhelo

Para que puebles la existencia con tu reconfortante calidez,

Para que empapes nuestros seres de tu agua bendita.

Ven a nosotros, esperada primavera,

No nos abandones nunca, no te olvides de nosotros.

Trae contigo esperanza, ilusión, sol y luz,

No te desboques, no nos inundes,

Pero tampoco nos dejes secos de tu agua.

Ven a nosotros estimada primavera

Y bríndanos con tu presencia un gran rayo de esperanza,

Llévate de aquí los males que el invierno nos ha dejado,

Arrástralos bien lejos, enciérralos allá donde se te ocurra,

Y nunca olvides, estimada primavera,

Que eres la guía hacia una nueva vida.